Miles de padres prefieren que sus hijos dejen su país a que tengan que crecer en medio de la violencia y la delincuencia.
SAN SALVADOR, 28 de junio de 2014.— Una madre lloraba. Ya había perdido a su hija cuatro años antes, cuando un miembro de una pandilla cortejó a su pequeña niña, la golpeó y le infundió tanto miedo que escapó y nunca se supo más de ella. Ahora, tenía la esperanza de mantener a sus dos hijos lejos de ese mismo destino.
Era una tarea difícil. Hace tres años, cinco miembros de una pandilla golpearon a su hijo mayor, de 17 años, cuando iba a casa desde la escuela por no haberse unido a la pandilla tres. Su hijo más joven, de 13 años, enfrentó la misma presión. La familia huyó de la zona antes de que él también fuera golpeado. Era la quinta vez que se mudaban en cuatro años.
Ahora, los dos chicos se quedan en casa, con miedo a lo que podría suceder si salen. Afuera, dos de las pandillas más grandes de El Salvador —Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18— y una serie de otras maras locales, están al acecho.
Están desesperados
“Éste no es un lugar para los niños”, dice la madre.
Éstos son tiempos de desesperación, en lo que varios encuestados en mis más de 400 entrevistas, describieron como “tiempos de horror”. Aquí yace la verdadera crisis humanitaria, no en Estados Unidos sino en El Salvador, Guatemala y Honduras, de donde huyen miles de niños y adultos.
Las tasas de homicidios reportadas en la prensa local son más altas hoy que durante las guerras civiles declaradas en El Salvador y en Guatemala hace unas décadas. La tasa de homicidios de Honduras sólo es eclipsada por Siria y, posiblemente, por Sudán del Sur. Con los asaltos, las desapariciones, las extorsiones y las violaciones también en máximos históricos, deben ser mejores en cualquier otro lugar.
Como resultado, más y más niños de estos países están llegando a Estados Unidos: entre 6,000 y 8,000 hasta 2011, aproximadamente 14,000 en 2012, casi 24,000 en 2013, y una probable alza a 60,000 este año.
Los políticos estadunidenses han dicho a la prensa que estos niños son atraídos a Estados Unidos por las políticas implementadas por el gobierno de Obama. Dicen que legislaciones del país, como DACA y la posible reforma migratoria, están llevando a los centroamericanos hacia el norte.
Pero sólo en una de las entrevistas que completé antes de que el presidente Obama designara la situación como una crisis, un niño me preguntó acerca del “DREAM act”. Quince habían oído que Estados Unidos trataba a los niños de manera diferente y querían saber cómo. En los otros casos, el conocimiento de la forma en que funciona el sistema estadunidense es limitado. En los ocho meses que he estado aquí no he oído anuncios de radio ni iglesias que anuncien que los niños no serán deportados.
Es más, después de conocer a cientos que han huido de zonas donde sus vecinos, familiares o amigos han sido amenazados o asesinados, estoy convencida de que las razones se encuentran en la violencia.
Entre las primeras 322 entrevistas que hice con los niños migrantes salvadoreños entre enero y mayo, el porcentaje más alto (60.1 por ciento) mencionó al crimen, las amenazas de pandillas o la violencia, como la razón de su migración.
En los últimos dos años, los informes de Niños en Necesidad de Defensa (KIND, por sus siglas en inglés), del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos, y de la Comisión de Mujeres Refugiadas, han citado cifras similares de las entrevistas con niños migrantes en Estados Unidos.
Es lógico. De los 322 menores de edad que entrevisté, 198 tienen en sus vecindarios al menos una de las pandillas (vecindario es la estructura más pequeña que mencionaron, es decir, su colonia, cantón, caserío, lotificación o barrio, dependiendo de si viven en una zona urbana o rural). Aquellos que no observaron la presencia de pandillas dijeron que esperaban que una llegara pronto.
Otros 130 dijeron que asisten a una escuela con presencia de pandillas cerca, 100 asisten a una escuela con pandillas adentro, 109 han sido presionados para unirse a una pandilla y 22 de ellos fueron agredidos por negarse. 70 dejaron la escuela. Más de 30 dicen que se han hecho prisioneros en sus casas, que ni siquiera van a la iglesia. El sentimiento es generalizado. Los menores de edad entrevistados viven en las zonas rurales y urbanas de todos los departamentos (provincias).
El gobierno de El Salvador no ha proporcionado una respuesta adecuada. Numerosas personas aquí dicen que las dos agencias de protección infantil en El Salvador —el Consejo Nacional de la Niñez y la Adolescencia (CONNA) y el Instituto Salvadoreño para el Desarrollo Integral de la Niñez y la Adolescencia (ISNA)— responden con poca frecuencia a los abusos reportados, al homicidio de los padres o al embarazo de menores de edad. La legislación aprobada en 2009 no deja claro de qué se encarga cada agencia. Tampoco tienen fondos adecuados, ni programas para los niños perseguidos por las pandillas o para los que quieren salirse de ellas.
También hay poca confianza en la policía, en el ejército y en otras agencias gubernamentales. Sólo 16 niños migrantes dijeron haber reportado inseguridad cuando la experimentaron. De estos, dos afirmaron que las amenazas habían aumentado; ocho que la policía se negó a redactar un informe y seis informaron que no había pasado nada después de hablar con las autoridades. En uno de los casos, un violador acusado todavía vive al lado de la casa de la víctima.
El miedo a las autoridades está bien fundamentado. Muchos dicen que las pandillas tienen fuentes de información entre la policía, las oficinas de la Fiscalía General y los vecinos del barrio. Como me dijeron varios de ellos: “Nunca se sabe quién es quién”. Tres contaron historias de jóvenes que presentaron quejas y que luego fueron detenidos como sospechosos, por ser considerados miembros de las pandillas por la policía. La policía golpeó a un joven tres veces porque trabajaba hasta tarde y fue acusado de ser miembro de una pandilla por estar en la calle.
Estados Unidos no es siempre la primera opción. Muchos se mueven dentro de El Salvador. Según una encuesta del Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP) de Centroamérica, aproximadamente 130,000 salvadoreños se vieron obligados a trasladarse dentro del país en 2012. Un tercio se había trasladado previamente.
A menudo, las mismas amenazas a la vida reaparecen (por esta razón, se requiere que la policía se traslade cada dos años). Trece de los niños con los que hablé intentaron cambiarse. Sólo uno, que llevaba menos de un mes en la nueva dirección, encontró un descanso.
Enfrentándose a pocas opciones en su hogar, ruedan los dados y empiezan a trazar rutas a través de México hacia Estados Unidos. La mayoría sabe que, incluso si llegan a Estados Unidos, los solicitantes de asilo de Centroamérica suelen ser rechazados y deportados.
De hecho, entre 2008 y 2012, hasta 98 por ciento de los casos guatemaltecos, hondureños y salvadoreños fueron rechazados. Aún así, porque están desesperados, explican, la posibilidad de lesiones o de morir en ese peligroso viaje es una apuesta que supera a una muerte segura en su hogar.
En un informe publicado en diciembre de 2013 por la Universidad Tecnológica de El Salvador y El Comité de Estados Unidos para Refugiados e Inmigrantes, 59 por ciento de las mujeres y 57 por ciento de los hombres respondieron que renunciaron a sus Derechos Humanos durante la migración. El 57 por ciento de las mujeres y 61 por ciento de los hombres dijeron estar dispuestos a soportar asalto, violación, trabajo forzado, secuestro, muerte o cualquier otra cosa que pudiera suceder.
Aunque más de 90 por ciento de los niños tienen un miembro de su familia en Estados Unidos, sólo 35 por ciento mencionó la reunificación como una razón para su emigración. Un padre dijo que no quería volver a estar lejos de su hijo, pero después de una serie de asesinatos en su ciudad, se preocupaba todo el tiempo.
Los abuelos sienten que son demasiado viejos para defender a sus nietos de las amenazas de las pandillas. Una tía se preocupaba que por mantener a su sobrino pondría a sus propios hijos en riesgo. En todos los casos, las familias decidieron que la seguridad a largo plazo en Estados Unidos vale el riesgo de corto plazo que representa migrar, y los padres en Estados Unidos temen regresar a sus países de origen debido a la alta violencia.
El gobierno de Estados Unidos a menudo ha estado en el lado equivocado de este debate o ha decidido quién se puede quedar y quién se debe ir, basándose en motivos políticos y no humanitarios. Ahora tenemos que responder a las personas que necesitan nuestra protección. No hacerlo sólo exacerbará los problemas actuales y generará otros nuevos. (Elizabeth G. Kennedy/Becaria Fulbright Insight Crime/Especial)