La presidenta de Brasil, destituida temporalmente, se defiende en el proceso en su contra en el Senado
Brasilia 29 de agosto de 2016.- Tas sacar los papeles del bolso, Dilma Rousseff, en una sala abarrotada envuelta en el aire eléctrico de las sesiones históricas, se tomó un café. Se disponía a defenderse a sí misma en el juicio político que, en menos de dos días, sentenciará, con toda probabilidad, su destitución como presidenta de la República de Brasil. Acabó el café y y se encaminó al estrado para dar el discurso más importante de su carrera política,tal vez también el último. Rousseff, del Partido de los Trabajadores, subió al estrado, y con voz clara y nerviosa, dijo: “No lucho por mi mandato, ni por vanidad, ni por el poder. Lucho por la democracia”.
Cuando Rousseff se disponía a empezar su intervención, se espesó un silencio absoluto, poco dado en una nación ruidosa como Brasil. El presidente del Tribunal Supremo, Ricardo Lewandowski, encargado de presidir la sesión, había advertido: “Esto es un juicio, no un debate: no permitiré aplausos, ni abucheos, ni carteles ni risas”.
Frente a los 81 senadores reconvertidos en el gran jurado que deberá decidir, el martes, si se va o se queda, Rousseff, Rousseff, en un discurso duro y emocionante, apeló a los sentimientos, a su historia política, a su carácter y a su trayectoria para dejar claro que la echan injustamente. Recordó, como ha recordado muchas veces (sobre todo en campaña electoral), que en 1971, siendo una joven revolucionaria de 20 años, fue apresada e incriminada por las fuerzas de la dictadura. Y que entonces se la juzgó por primera vez en su vida y se la condenó sin motivo. Hay una famosa foto de ese día en la que aparece mirando de frente a unos jueces militares que se tapan la cara para no ser reconocidos. “Ahora no hay torturas, pero hoy también miro a los ojos de las personas que me juzgan. Y todos nosotros seremos juzgados por la historia”. “Esta es la segunda vez en mi vida en que, junto a mí, se juzga a la democracia”, añadió.
Después aseguró que respeta a los senadores que votarán en contra de ella, que agradece a los que votarán a favor, y se dirigió a los que aún están indecisos: “Observen el precedente que se está creando. No acepten como verdad eso de que saliendo yo mejorará la crisis, porque será al revés”. Era una intentona algo melancólica, porque la presidenta reelegida en las urnas en 2014 lo tiene muy difícil. En el fondo, hay muy pocos senadores indecisos y y la inmensa mayoría ha manifestado que votará a favor de la destitución. Basta que 54 de los 81 lo hagan. Y hay predicciones que apuntan a que serán casi 60.
Ella lo sabe. Sabe que sólo un milagro la salva, que todo está perdido. O casi. Por eso, a pesar de esta interpelación, Rousseff no sólo dirigió su discurso a los senadores, sino al país entero, a los libros de historia, a su propio retrato y a su propia biografía, consciente de la dimensión del momento, de la importancia del discurso. Repitió que los delitos de que la acusan, haber recurrido, en resumen, a créditos y a fondos de bancos públicos para cuadrar el presupuesto y para efectuar pagos de determinadas partidas sin permiso del Congreso, no son en el fondo tales delitos sino pretextos para que abandone el cargo. En resumen: que el impeachment responde exclusivamente a motivos políticos y no técnicos ni jurídicos. “Y no es legítimo apartar a un presidente por el conjunto de su obra. Eso sólo lo pueden hacer el pueblo y los votos”. Luego añadió que esos motivos políticos esconden intereses: “Las élites conservadoras querían el poder a cualquier precio”.
En algunos momentos llegó a quebrársele la voz de los nervios. Pero bastó un vaso de agua y algunos tímidos aplausos (abortados rápidamente por el presidente Lewandowski) para continuar sin más interrupciones. Reconoció que había cometido errores (durante este segundo mandato la crisis económica de Brasil se catapultó y sumió al país en la mayor recesión de los últimos 80 años) pero, en un giro rabioso, añadió que entre sus errores “no se cuenta la cobardía”. “Nunca cedí y nunca cambié de bando”, añadió, en alusión directa y retadora a los senadores que en épocas anteriores la han apoyado y ahora van a votar en su contra. Entre ellos se cuentan, por ejemplo, ex ministros y ex gobernadores como Cristovam Buarque, en su tiempo miembro del PT y ahora proclive al impeachment.
Recordó también que ella nunca ha sido acusada de llevarse un real público a su bolsillo. Ni ella ni nadie de su familia. Y añadió que el desencadenante de todo este proceso, el ex presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Cunha, está acusado por la Fiscalía brasileña de detentar cuentas millonarias en el extranjero procedentes de los sobornos interminables de Petrobras. “Y curiosamente, soy juzgada por crímenes que no cometí mientras que Cunha aún no tiene juicio pendiente. ¿Ironía de la historia? No, una acción deliberada”, recalcó. “Estamos ante la concretización de un golpe de Estado”, agregó.
Rousseff fue apartada de la Presidencia el pasado 12 de mayo tras una votación en la que 55 senadores votaron a favor y 22 en contra. Su hasta entonces vicepresidente, Michel Temer, asumió entonces el cargo de manera interina.
Tras 45 minutos Rousseff terminó el discurso. A pesar de las indicaciones de Lewandowski, estalló una salva de aplausos. En la tribuna, el ex presidente Lula y el famoso cantante Chico Buarque aplaudían, de pie, apoyando a la presidenta.
Después, tras un par de minutos de confusión, comenzó la segunda parte de la comparecencia de Rousseff, en la que se debía responder a las preguntas concretas de los senadores. Los favorables a la destitución prefirieron rebajar el voltaje emocional de la sesión inquiriendo a la presidenta sobre cuestiones técnicas de los supuestos delitos presupuestarios cometidos. Rousseff se plegó, pero ya había logrado el triste objetivo de su propia defensa: dejar para los historiadores un precioso discurso inútil. (El País)