Sin armas, «cualquier pendejo nos va a matar»: Mireles

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Discurso en el pueblo para convencerlos de unirse al movimiento social y armarse.

Nuevo Urecho, Mich. 12 de abril de 2014.- No es un recibimiento de película. Un centenar de hombres bien armados acaba de entrar al pueblo. En los portales, frente a la plaza principal, varios ancianos juegan dominó. Levantan la vista, dicen buenas tardes y se sumergen de nuevo en las fichas. De la camioneta negra que encabeza la caravana desciende el hombre que este día vuelve a colocarse el traje de batalla. Pasará una hora antes de que se trepe al kiosco y dirija un discurso ante poco más de un centenar de lugareños. «No nos pueden desarmar, aunque lo anuncien», dirá; y la consigna se acompañará del breve relato de «un amigo» recién asesinado, razón principal para decir no al desarme de las autodefensas michoacanas: Sin armas, «cualquier pendejo en bicicleta nos va a matar».

Mientras llega la hora del solitario discurso, José Manuel Mireles Valverde se toma un refresco light y reparte órdenes. Es la primera vez, que se recuerde, que encabeza la toma de un pueblo, desde su accidente de aviación. La primera vez que sus maltrechas costillas soportan de nuevo el chaleco antibalas.

Dos hombres se acercan a rendir honores a «nuestro líder». Voltean nerviosamente de un lado a otro y no se animan a hablar. Mireles ordena que alejen e interroguen a una señora que los hombres señalan como «oreja» del presidente municipal, el perredista Modesto Torres Ramírez.

La mujer se había acercado poco antes a preguntar a Mireles sobre sus posibilidades para recibir asilo en Estados Unidos. Él había respondido amablemente.

Ya sin testigos incómodos, los dos hombres –uno de los cuales se presenta como presidente del efímero consejo del pueblo– trazan rápidamente un panorama de la situación del municipio que fuera tomado por las autodefensas a mediados de febrero pasado.

Admiten, de entrada, que el grupo que se formó tras la primera incursión de las autodefensas se deshizo luego de que Estanislao Beltrán y otros líderes «vinieron a decir que aquí no eran necesarias las autodefensas». Para ellos, Papá Pitufo negoció con el alcalde, a quien señalan como «compadre» del cabecilla templario Saúl Solís. «Ya nada más quedamos 12, porque la gente tiene miedo».

Una camioneta de lujo se estaciona cerca del lugar. Los hombres señalan. Mireles ordena: «Me detienes a esos dos y les sacas información». A unos pasos, policías federales fuertemente armados observan la escena. Nunca intervienen.

Los dos hombres son un costal de acusaciones contra el presidente municipal (lo es por tercera ocasión). Dicen que aduciendo que el gobierno estatal lo tiene castigado, en ocasiones ha dejado de pagar la quincena a los empleados del ayuntamiento, pero nunca a varios templarios que tiene en la nómina.

Aseguran también que el alcalde obligó al director del Colegio de Bachilleres a sacar a los estudiantes en una protesta contra la entrada de las autodefensas y que era común que conviviera en público con el jefe de plaza, El Chino Carrillo, y con Saúl Solís.

Los hombres informan también que gente de los templarios tala árboles de manera ilegal; que la madera es convertida en cajas para los principales productos locales (mango y guayaba), y que los empacadores son obligados a comprar esas cajas, a un costo mayor al del mercado. En eso están cuando pasa un camión cargado de huacales. El médico de Tepalcatepec ordena que lo detengan y «saquen información».

Los informantes van más allá: aseguran que cuando los templarios locales vieron que el avance de las autodefensas era imparable, decidieron armar su propio grupo. «Tenían camionetas, calcomanías, camisetas, todo listo, pero cuando surgió la verdadera autodefensa les quitamos todo eso».

Allá en los cerros, siguen, andan escondidos los sicarios, desde que el Ejército y la Policía Federal ingresaron al municipio. «Son poquitos, andan débiles, pero traen calibre 50».

Apenas al llegar, el vocero de las autodefensas ha despachado a la mitad de sus hombres para que vayan a reventar las casas de las familias que las autodefensas locales ubican como «las que llevan comida» a los prófugos.

La gente tarda en reunirse. Cae la noche cuando Mireles se dirige a la plaza. Una mujer se le acerca y, a punto de las lágrimas, le dice: «Mi familia y yo estamos pidiendo día y noche por usted, que Dios lo bendiga».

«Ya se imaginará lo que está pidiendo», dice un hombre, que no se atreve a hablar de frente a la mujer.

Ella se llama María Prodigios Torres Ramírez, es maestra y hermana del presidente municipal.

«Ninguno de los que acusan da la cara. Son puros inventos. Aquí el problema es de partidos. Todos los que están aquí son del PRI, a nosotros ni nos avisaron. ¿Usted cree que si mi hermano no hiciera cosas buenas por este pueblo habría sido presidente tres veces?»

Ninguno de los acusadores la enfrenta. Su hermano, el alcalde, está ausente. Ella dice que acaba de viajar a Estados Unidos, a llevar a su madre –quien tiene la ciudadanía estadunidense– a una cita médica. «Por eso lo hicieron ahora, porque sabían que él no estaría».

Discurso en la asamblea

Mireles se ha apartado del lugar y está ahora en el kiosco, donde rechaza el micrófono que le ofrecen.

Habla de los malos políticos. Se regodea en los 13 meses que señaló al ex gobernador interino Jesús Reyna: «Resultó que era cierto todo lo que dije, pero nadie nos creía».

El centro de su discurso, sin embargo, es convencer a los reunidos de la necesidad de unirse al «movimiento social», de armarse aunque el gobierno los dé por desarmados.

Un joven, en la última fila de la pequeña multitud, alza el brazo y lo interrumpe con timidez: «Señor, lo que pasa es que tenemos miedo».

Mireles responde con ejemplos que ha repetido mil veces y su favorito: el de un niño de 14 años que hizo correr a los templarios armado sólo con una taquera (escopeta hechiza).

Risas y aplausos interrumpen varias veces el discurso. «Nuestro líder», repiten algunos hombres orgullosos. Uno de ellos recuerda la visita de Papá Pitufo a mediados de marzo: «Vino a venderse el hijo de la chingada».

La asamblea es custodiada por varias decenas de hombres armados, la mayoría jóvenes de Lombardía, Zicuirán, Nueva Italia y Apatzingán.

No acompaña a Mireles ni un solo autodefensa de Buenavista ni de Tepalcatepec, las primeras demarcaciones en alzarse en armas contra el cártel.

No hay misterio. Antes de su discurso, frente a su bebida light con hielo, Mireles refiere la reunión del Consejo General de Autodefensas realizada apenas el jueves en Apatzingán. Ahí, dice, la discusión fue ruda porque los dirigentes que han negociado el desarme con el comisionado Alfredo Castillo «esperaban el acuerdo de que ya se iban a entregar las armas, pero todos los cuestionaron, porque no se trata de decir que como nosotros ya resolvimos nuestro problema les damos las gracias a los demás y les decimos adiós». (La Jornada)

 

Quienes pactaron el desarme, sigue el médico, son «10 personas de un solo municipio». Mireles no completa el cuadro, pero es sabido que se trata de los dirigentes de la autodefensa del lugar donde nació, Tepalcatepec, donde manda Juan José Farías, El Abuelo.