El país se adentra en una fase de incertidumbre después de que Ortega elevase la represión
Nicaragua, 22 de julio de 2018.- “Le troncharon sus sueños, no era para que terminara de esta manera”. Gerald Vázquez quería graduarse en la universidad y seguir zapateando El solar de Monimbó, su canción preferida para bailar. Hace tres meses aparcó sus planes para unirse a las protestas estudiantiles contra Daniel Ortega. El fin de semana pasado, durante el asedio a la Universidad Nacional Autónoma de Managua (UNAN), el último bastión de resistencia de los jóvenes, una bomba estalló cerca de él. Le dejó grogui. Fue la primera vez que le vieron refugiarse en la parroquia aledaña al campus la madrugada del sábado al domingo. La segunda, tenía un disparo en la cabeza. Los sueños de Vázquez, de 23 años, yacían este lunes en un ataúd, vestido con una guayabera blanca y un sombrero de palma. Envuelto en una bandera de Nicaragua manchada de sangre.
Las hermanas de Vázquez lloran descompuestas, primero sobre el féretro, luego durante el camino hacia el cementerio, una travesía que el padre hace con la mirada perdida, desnortado. Es la madre, Susana, quien no cesa un segundo de recordar a su hijo, El Chino, como lo conocían. Su entereza sobrecoge. Una y otra vez, grita desencajada:
-¡Gerald Vázquez!
-¡Presente!
-¡El Chino!
-¡Presente!
Muchos de los jóvenes que han acudido al velorio y que se turnan para cargar a hombros el féretro durante los cerca de 10 kilómetros que separan la casa de la familia del cementerio, lo han hecho a escondidas. Han llegado a cuentagotas desde las casas de seguridad donde se refugian por miedo a ser detenidos. El sandinismo ha tratado de frenar las protestas, con la policía, primero; los paramilitares, después.
Ahora, amedrenta con las leyes. A esa hora, la Asamblea Nacional, con mayoría sandinista, aprobó una norma que castiga con entre 15 y 20 años de cárcel a quien financia el “terrorismo”. Asociaciones nicaragüenses y la ONU han criticado esta ley al considerar que lo que realmente busca el Gobierno de Ortega es criminalizar la protesta pacífica. Según el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH) las protestas, que se han cobrado casi 400 vidas y cerca de 2.000 heridos, han dejado ya 226 presos políticos. La mayoría permanecen en El Chipote, la prisión donde son trasladados los detenidos y, según las denuncias, torturados. El lugar a cuyas puertas, estoicas, aún aguardan las madres de los detenidos a la espera de cualquier información.
La aprobación de la ley es solo una muestra de que esta semana ha marcado un punto de inflexión en la crisis de Nicaragua. En cuestión de siete días, el régimen de Ortega ha incrementado su represión: asaltó la UNAN y tomó el control, con un millar de paramilitares armados, de la ciudad de Masaya, el bastión rebelde. Además, varios líderes sociales, entre ellos Medardo Mairena, cabeza visible del movimiento campesino, fue detenido y encarcelado.
La represión ha permitido al régimen recuperar un aparente orden. El Gobierno ha eliminado por la fuerza los tranques que había en el país y facilitado la circulación de vehículos y camiones con mercancías. Desde el miércoles, se sentía que había más provisiones en los establecimientos. La normalidad, no obstante, no es tal. Muchos negocios permanecen cerrados y el miedo a salir por la noche sigue latente. Con la caída de la noche se ha impuesto un toque de queda virtual. La sensación en Managua con la caída del sol es la de una ciudad fantasmagórica.
El objetivo de Ortega era despejar cualquier atisbo de protesta callejera de cara al 19 de julio, cuando se cumplían 39 años del triunfo de la revolución sandinista. Lo logró. El presidente se dio un baño de masas con sus más fieles. Por mucho que hubiese menos apoyo que en años anteriores y que movilizara a los trabajadores del Estado, en la plaza de la Fe, o de la Revolución, se concentraron miles de leales a Ortega. Muchos de ellos celebraban en tono festivo, pero los había también crispados, con una sed de venganza que alimentó el mensaje incendiario del presidente. El mandatario cargó contra la Iglesia y llamó a movilizar a las autodefensas, un claro apoyo a los paramilitares.
Ortega dejó claro con su mensaje que se siente en una posición de fuerza. Cuesta creer que vaya a volver a facilitar las protestas cívicas masivas que le noquearon en un primer momento por imprevisibles. La época de los tranques y las barricadas ya es historia, al menos de forma tan exponencial, aunque tampoco los críticos con Ortega van a ceder. La lucha entre las dos partes es también la recuperación de los símbolos. Los críticos con Ortega han hecho suyo el “¡que se rinda tu madre!” con el que el poeta Leonel Rugama se encaró con un general somocista. Los orteguistas, por su parte, enarbolan el “aquí no se rinde nadie”.
Qué viene ahora es aún una incógnita. “Ortega está ganando la batalla militar, pero ha perdido la guerra”, sostiene el escritor Sergio Ramírez. “Recuperar la situación actual de antes del 18 de abril, es imposible. No cuenta con el apoyo de la iglesia ni con los empresarios, a quienes considera los grandes traidores, pero tampoco con la sociedad civil. Perdieron la calle. El vuelco fundamental es que la gente ha perdido el miedo”, opina quien fuera vicepresidente de Ortega tras el triunfo de la revolución. “Muchos de los muertos son hijos y nietos de excombatientes sandinistas. La gente a la cabeza del frente cívico no tiene aún un liderazgo, pero se va a articular un movimiento de resistencia de verdad”, añade. (El País)