La crisis del Euro llevó a que la capital alemana terminara por convertirse en un centro de poder donde se diseñan las estrategias económicas que son aplicadas en el resto de la Unión Europea.
BERLÍN, 10 de mayo de 2014.— Cuando la población de la ahora desaparecida República Democrática Alemana (RDA) perdió el miedo y logró echar abajo el odioso Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, el entonces presidente de Francia, François Mitterrand, tuvo una visión que le quitó el sueño y que fue compartida por Margaret Thatcher.
Los dos líderes europeos temían que la nueva Alemania que estaba por nacer acabaría con la estabilidad global que imperaba en aquella época y que el continente volvería a sufrir la hegemonía germana.
Mitterrand fue un poco más lejos y no ocultó su temor de que la unificación llevara al resurgimiento de un país maligno y expansionista que dominaría Europa, incluso con mucho más territorio del que llegó a conquistar Hitler. Pero el líder francés, incapaz de frenar la dinámica de la historia, puso una condición categórica a su consentimiento para aprobar la ansiada unificación: la Alemania unida debería sacrificar el legendario marco para dar vida a una divisa común.
La imagen que ofrece el país, casi 25 años después de la caída del Muro que hizo posible la unificación de las dos Alemanias que surgieron en Europa después del fin de la Segunda Guerra Mundial y cuando la Unión Europea se prepara para una crucial contienda electoral que tiene lugar entre el 21 y 25 de mayo, es muy diferente a la que temían Mitterrand y Tatcher. Pero los dos líderes no se equivocaron cuando advirtieron, muy a su pesar, que Alemania volvería a ser una gran potencia continental.
A pesar del doloroso proceso de reunificación, Alemania es ahora el país más rico y más poderoso de toda la Unión Europa; la crisis del Euro llevó a que Berlín, la vieja y recuperada capital del país, terminara por convertirse en un centro de poder donde se diseñan las estrategias económicas que son aplicadas en el resto de Europa, una realidad que ha hecho creer a no pocos analistas y periodistas que Berlín se ha convertido en la capital informal de Europa, un hecho que ni Mitterrand ni Tatcher fueron capaces de prever.
«Aunque la capital alemana ha evitado deliberadamente las trampas del poder imperial, lo cierto es que Berlín se vuelve cada vez más la capital de facto de la UE”, señalaba no hace mucho un columnista del influyente periódico inglés Financial Times en una raro gesto de sinceridad. “Por supuesto, las principales instituciones de la UE –la Comisión y el Consejo- tienen su sede en Bruselas. Sin embargo, las decisiones fundamentales se toman cada vez más en Berlín”.
Que el centro de gravedad de la Unión Europea se haya desplazado estos últimos años desde Bruselas a Berlín, no hace la menor sombra de duda a los griegos quienes detestan a la canciller alemana, Angela Merkel, e ignoran soberbiamente al presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso”, admitió el famoso periódico francés, Le Monde, en un artículo que tituló: Todos a Berlin: la capital de Alemania se ha convertido en la capital de Europa.
Para el sociólogo alemán, Ulrich Beck, el traspaso de poder de Bruselas a Berlin se aceleró con la crisis del Euro, una realidad que sufrieron en carne propia los países con problemas financieros, como Portugal, Grecia, España, Chipre e Irlanda, que vieron que su salvación dependía de la disposición de Berlín en avalar los créditos que necesitaban para poner sus finanzas en orden.
«El nuevo poder de Berlín en Europa no se basa, como en los tiempos pasados, en la violencia como última razón”, afirma Beck. “Berlín no necesita armas para someter a otros Estados a su voluntad, por eso es absurdo hablar de un Cuarto Reich. El poder basado en la economía se caracteriza por una movilidad mucho mayor: no necesita invadir y, sin embargo, es omnipresente”.
Hace tan solo 24 años, Helmut Kohl repetía en las capitales europeas una cita famosa de Thomas Mann: “No queremos una Europa alemana, sino una Alemania europea”. Para dar más veracidad a su promesa, el entonces canciller cedió al chantaje de su amigo Mitterrand y renunció al marco, al amado símbolo del milagro de posguerra.
El sacrificio revivió el eje franco-alemán, una alianza que se encuentra en el centro de cualquier acuerdo de la UE y que tuvo su apogeo cuando Nicolás Sarkozy gobernaba en la Grande Nation y Angela Merkel iniciaba su larga carrera como canciller de Alemania. Durante la estadía de Sarkozy en el palacio de El Elíseo, su relación con Merkel fue tan estrecha que la palabra “Merkozy” se convirtió en una referencia común para resaltar la afinidad que existía entre ambos.
Pero, al mismo tiempo, nació la sospecha de que la relación estaba marcada por una creciente desigualdad entre los dos países. Según un alto funcionario europeo, “Francia necesitaba a Alemania para ocultar lo débil que era y Alemania necesitaba a Francia para ocultar lo fuerte que era”. En palabras de un diplomático europeo, “Francia ponía la música y Alemania pagaba la factura”.
Todo cambió con la crisis de la deuda que se inició en mayo de 2010 en Grecia y con la decisión adoptada entonces por Merkel, que optó por anteponer los intereses alemanes y olvidó la razón de Estado que defendieron religiosamente todos sus antecesores en el cargo y que señalaba que, en caso de duda, Alemania debía inclinarse por la unidad del continente.
Después de observar el fracaso de todas las recetas diseñadas para impedir la quiebra de Grecia, Merkel llegó a una conclusión radical. Si Alemania, como el país más poderoso del continente, debía asumir la responsabilidad de ayudar a sus vecinos, también adquiría el derecho de poder decir cómo se gastaría el dinero de sus contribuyentes.
Las reacciones no se hicieron esperar. La prensa inglesa sugirió, como lo hizo The Times citando la frase célebre de Von Clausewitz (“la guerra es la continuación de la política por otros medios”), que Alemania volvía a encontrarse en guerra con Europa y que Berlín estaba a punto de alcanzar lo que no pudo lograr Hitler: la dominación del continente.
«En Francia, la familia política ya expresa en voz alta su temor por una Europa alemana y cree, como señaló el exconsejero de Mitterrand, Jacques Attali, en Le Monde, que Alemania tiene en sus manos el arma del suicidio colectivo del continente y que la política que defiende Merkel dará vida a una vieja enfermedad continental, la “germanofobia”.
Existe el miedo por la colonización alemana de Europa”, observó el periódico alemán Die Welt al hacerse eco del temor que despierta la nueva hegemonía germana. “Todos contra Berlín. Con su curso sin compromisos en la crisis de la deuda, Merkel puso en su contra a sus vecinos europeos y ha vuelto a nacer la hostilidad hacia Alemania”, anotó “der Spiegel’ en su portal electrónico.
¿Alemania ha descubierto nuevamente el encanto maligno de la hegemonía, como temían Mitterrand y Thatcher hace 25 años? La respuesta de Merkel es contundente. Según la canciller, Europa se encuentra en su momento más difícil desde la Segunda Guerra Mundial y el único camino para impedir que la casa común se desmorone es “más Europa”, completar la unión económica y monetaria y crear, paso a paso, una unión política.
Con respecto a las críticas, la canciller admite con paciencia que el destino de Alemania en relación con Europa no permite treguas. Si Alemania no ofrece alternativas, se le acusa de falta de compromiso con Europa; y si lo hace, se le reprocha que trata de imponer su hegemonía. Como ella misma reconoce en privado, haga lo que haga Alemania, nadie estará contento.
Aun así, el destino manifiesto de Alemania es otro. “En Berlín suena el teléfono de Europa que exigía Henry Kissinger cuando era secretario de Estado y esto es una realidad aceptada en Estados Unidos, China y también en Europa”, admite Ullrich Beck, al referirse a una realidad que adquirirá una nueva dimensión después de las elecciones continentales para renovar el Parlamento Europeo.
Los dos posibles candidatos para ocupar la presidencia de la Comisión Europea, el socialdemócrata alemán, Martin Schulz, y el cristiano demócrata luxemburgués, Jean Claude Juncker, tienen una excelente relación con la canciller Angela Merkel, una realidad que reforzará la imagen de Berlín como capital de Europa. (Excélsior)